lunes, febrero 26, 2007

COLMILLOS I


De niño, mi abuela me contaba unas leyendas exquisitas. La que más marcó mi memoria es una que ocurrió en el año 1911 en plena lucha revolucionaria, mi abuela tendría entonces 7 años de edad y afirma que la conocío.
Era una mujer extraña, alta y gallarda, con la barbilla fina y algo levantada, vestía como en plena época porfirista, además de mostrar un desdén admirable por la naciente revuelta. Antonia se llamaba, a sí misma se nombraba Dra. Antonia, especialista en colmillos. En aquel tiempo, el toque de queda comenzaba a las 7 de la noche, antes de caer el sol y toda la ciudad debía guardarse con recato, nadie debía salir. En abril del 11, a tu visabuela le entraron unas fiebres terribles, comenzaron después de nacer tu tío Petronio. Se ponía pálida y deliraba, decía cosas extrañas. Asustaba de oirla, entre sus gritos pedía a la Dra Antonia, gritaba que antes del sacerdote viniera ella. A su deseo mi padre (tu visabuelo) la mandó buscar, el criado no regresó, a la tarde mandó al segundo criado a buscarla y tampoco regresó. Mi padre creyó que lo habían reclutado los pelones para contrarestar la revuelta, eso era común entonces y no despertaba sorpresas. Al final de la tarde mi padre fue a buscarla y al poco tiempo regresó acompañado de dos soldados que lo traían detenido, lo soltaron en el zaguán advirtiendo de manera ruda que si volvía a pisar la calle después de las siete, lo iban a encarcelar. La deseperación de mi padre era mucha, se jalaba los cabellos y se removía inquieto en su asiento.
Yo me paré delante de él y le dije que iría a buscar a la Dra. sabía donde vivía y como llegar, era más fácil que una niña pasará inadvertida, a qué encerraran a mi padre y ver a mi madre decir esas cosas. Llorando accedió y me dio un papel con la dirección de la casa junto con unos pesos de oro, para cualquier cosa.
La noche, lo recuerdo bien (suspiro) era tibia, hasta agradable, sólo tres cuadras derecho y media dentro del callejón para mi destino, nada pasó por el camino, unos perros ladraron lejos, pero ningún hombre. Llegué a la casa y la puerta estaba abierta, me pasé un poco asustada, en el vestíbulo vi a los criados tirados con una mueca en la cara y sin colmillos, no se movían. Atrás se cerró de golpe la puerta y la doctora Antonia apareció. Grité del susto, sus ojos claros sonreían.

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