sábado, abril 28, 2007

viernes, abril 27, 2007

De lejos se ven los toros

I

Afuera, el inquisidor de las sombras, llena con una luz clara y amarilla la plaza. La gente contrasta entre lo fresco de la sombra y el agobio del calor que vuelve más intenso el jadeo y los ánimos de fiesta. Pobres y desgarradas nubes que surcan el cielo entre los calores de un sol lleno, un aire puro y un viento débil.

Todo marcado por una hora en la tarde, del estado crepuscular previo al éxtasis. A ese estado onírico que crece en expectativa, en un deseo de ver la batalla del hombre y la bestia, del valor contra la fuerza. Los ojos vaciados al ruedo miran en torno de la desierta arena, del fastidio de la espera, el anhelo de la recompensa del espectáculo, único, desgarradoramente real.


II

Recuerdo los prados verdes con la lluvia, la ganadería dejaba que desear, por eso me apartaron, me soltaron a vagar por los montes con mi soledad. Dos años de libertad y uno más de enojo, practicando a pedradas bajo el cielo, estaciones que recorrían mis sienes, así fortalecía los miembros. Comía para hoy, crecía año con año para enfrentar al hombre. No me molesta ni el sol ni la arena, me despiertan coraje y rabia por la vida, por los encierros, por las ancas tatuadas de calor. La sangre galopa en mis entrañas, me ciega de ira, de jugarme la vida en está arena.

Me despiertan mis nervios, me molestan las puyas. Los ojos pardos no me ayudan, sólo el olor de cuerpos, del movimiento, de transpirar enojo. Ese se esconde tras la tela, lo envuelve el miedo sordo, un terror a mi cabeza, al roce de mis pitones.

No era tarde y decidí correr por los pasillos, salir ante los movimientos, ante el ondear de los olores, ante los caballos que me amenazan, jinetes rollizos de posturas irónicas, con sus lanzas hiriéndome, envisto con coraje y sin temor, con bravura ante el breve dolor en el lomo, sentir mi sangre me irrita, me devora, me exalta ante los sonidos metálicos de la arena, acorde de la risa y del llanto. Les gusta el lomo, lo atacan, desprotegido me llenan de banderillas, prueban mi bravura, excitan esa rabia con la sed de la venganza.

Tomar al hombrecillo y lanzarlo por los aires, sé muestra con la tela, solo, me grita, mide y se acerca, me queda la envestida y el honor de rozar su barriga escurridiza y móvil. Esté cansancio me paraliza, mis costillas se tensan, las patas se mantiene firmes hasta el final, que se avecina como tormenta, mis últimas fuerzas me lanzan al encuentro, a la suerte donde siento el metal en mi cuerpo, mi negra piel se rompe, me traspasa, el grueso cuero cede al mango y acero, la sangre se desparrama, náusea, mareo, un vértigo que me incita a levantar la cabeza de filosos pitones. Por fin lo toman, soy vengado en mi esencia, me despido al caer con la vana ilusión de haber ganado, hasta que el sueño me calma, me tranquiliza, me voy poniendo quieto, el aliento se va, me despierta vagamente cuando me sujetan a las mulas y sólo me llena el frío…

III
El altar de la morena está con una veladora encendida y lista, ella lo ve todo, bendice la lidia, llena de gozo y motivación. Enfrentar a la bestia, la muerte brama como un peligro próximo.

Mi terror en alto, mi rostro con el ardor de la sangre que se deja escuchar entre las sienes, nubla la vista de una extraña grandeza, una exaltación momentánea de rebeldía ante los astros. La luz incandescente me ciega de momento, con pasos cortos recorro la arena, ese círculo caliente de un rojo vivo e intenso, el color que me impide descansar, se mete como obsesión entre mis fantasías y mis sueños, me sacuden los coros de trompetas y gritos que anuncian el inicio. La tensión me irrita, el mundo se funde en un capote vistoso, enorme, que se mueve como ala diabólica, inicio está lucha febril contra la muerte.

Lo recibo hincado, en espera del sonido arrollador, del rugido que me excita a cada paso, los golpes en el suelo blando, retumban en mis oídos. El ambiente me vuelve inquieto, taciturno, hasta qué la figura animal sale con tremenda fuerza. Pasa al lado con resoplidos graves, el movimiento claro, luce la suerte, el arte en el filo de lo negro, del pavor y del odio. Nuestras respiraciones esperaban impacientes el momento del ansia, de la vida que se escurre como sudor salado, una mezcla de granos minúsculos, de piel enchina y de tensión en los cuerpos. Flexiones poderosas, mis píes inmóviles que sacuden las embestidas de furor, esa paciencia cultivada por los años, esos días de práctica y campo en las luces de aurora, en la espera de mi turno y de mi tiempo. Dos, tres, más pases de templanza que moldean mis fuerzas y aplacan mi ansiedad.

El tiempo pasa, los picadores atacan el frente y el dorso del animal, despiertan su odio, más bravío. Por los lados se abre una brecha que deja escapar la espesura de sus entrañas, esa sustancia que se mezcla en la arena y que la tiñe de dolor y de arte.

El tercio termina con mi boca seca, remojada de vino revuelve pensamientos, confunde mi cielo. Quiero triunfar, vivir, salir cargado de entrañas que se funden conmigo, de trofeos mortuorios. ¡Fuera¡ del ruedo, ese toro es para mí, estamos emparejados desde el origen, de su crianza virtuosa y mis años de ejercicio y práctica. Un primer par sin dificultad se clava en su sitio, inmóviles ante los reclamos del animal. El segundo par, lo plantó más abajo, lejos del sitio, al primer movimiento salen volando por los cielos. Corro tras tablas por un tercer par en colores vivos, brillantes, siento la firmeza de mis puños, las envuelven. Salgo al paso con los brazos levantados, a su encuentro en un arqueo perfecto planto las dos; una en el lomo negro, la otra en el espacio que no la sostiene, suelta al suelo sucio de tierra y sangre. Las trompetas cierran con fuerza el tercio, el fin y el principio.

La muleta se moja de sangre y baba, los pases naturales, derechazos, revés, salen virtuosos de una fuente. Cambio de espada, listo el animal responde a mi olor, se mueve y me busca, ahora es invencible. Con la fuerza hacía adelante empeñada en dos pitones bien puestos y filosos, no acepta negativas ni titubeos, pasa a escasos centímetros de mi vientre, siento la angustia, esa liberación del miedo. La vida y su cortejo de emociones en un instante, ante el roce de esos cuernos ceñidos a su cabeza impenetrable, esos nervios forjados en acero muestran mi debilidad, compensada a base de pensamientos, de una lucidez única. El desfile de temores ha comenzado.

Tres pases más, el animal parado con la vista fija en la muleta. Sus claros resoplidos inundan la plaza, con las patas juntas espera la última embestida. Reúne sus fuerzas en los pitones, con la espada desenvainada reflejo el sol, regalo destellos y formas que se funden en ojos y cejas embriagadas de pasión. Esperan por una muerte, sé justifica el arte y la espada se tensa a mi brazo. Me perfilo lentamente mientras aspiro el aroma de la tierra, el olor de su sangre.

La batalla y la fiesta en un solo instante, un momento del que brotan latidos. El silencio atenúa la pasión con la esperanza del triunfo en un movimiento. Mi fuerza puesta en el puño, en la hoja que traspasa su lomo y se hunde en sus carnes. Esta vencido y lo sabe, en su última embestida me hiere, sus pitones me ganan, quiere mi muerte como su recompensa, Toma la ingle y me levanta por el cielo. En la caída frívola de mi cuerpo se mezcla de sangre, la arena nos hermana.

El toro, a cada paso desfallece hasta caer contra las tablas entre suspiros finales. A cambio, mi cuerpo tendido entre sus babas, arena y sangre. Llega la camilla y mi vista se nubla mientras se despide de mi rival. Unos borbotones brotan de esa herida de horror y angustia, de la muerte cerca que resopla mi nuca, que me toca con su mano fría…

IV

Esa mano, tú mano fría, me arranca del dolor, me salva del sueño amargo de mi juventud, del onírico encuentro con la muerte, de mi conciencia y mi pasión asoleada de tarde y luces. Entre los tercios y las alternativas mi boca seca de angustia falsa que me removió las entrañas de susto y de frialdad, con la certeza de aficionado, de un carácter breve y sencillo, de un profeta y saber que de lejos se ven los toros.